
He de reconocer que al principio estaba cuanto menos escéptica, acostumbrada ya a que las luchas por los derechos y la justicia pertenecieran a otra época o, en todo caso, a otro país. “Bah, si aquí sólo protestamos si nos prohíben fumar, beber o ir a los toros”, pensaba yo hasta hace diez días. Eso mismo debían pensar nuestros políticos y sindicatos que todavía intentan, sin éxito, disimular que en realidad no pasa nada. Pues no. Los ciudadanos no estamos contentos y, por primera vez en tres décadas, parecemos dispuestos a luchar por un cambio, les guste o no a los políticos y a los medios de comunicación.
Con esa esperanza de cambio acudí el domingo a mi colegio electoral, más orgullosa que nunca de poder ejercer mi derecho y mi deber de votar. El resto del día lo pasé con los nervios propios de una final de futbol o baloncesto o la noche de los Oscar y a las 20:00 tenía ya todo preparado para el evento del siglo: en breve empezarían a dar los resultados.
Lo que pasó después lo sabemos todos: el hundimiento del PSOE y el resurgimiento, a su costa, del PP. En mi casa se vivieron momentos tristes, muy tristes, al ver cómo, a pesar de los esfuerzos de tantos jóvenes y no tan jóvenes en la última semana, volvíamos al turnismo político. Al igual que ocurriera en las elecciones generales de 1996 y 2004, el partido hasta entonces mayoritario le cedía el puesto al otro. Otra vez lo mismo.
Mientras Génova se llenaba de banderas azules, los medios empezaban a dar datos más extensos. Y entonces llegó la esperanza. Sí, el PP ha ganado las elecciones, o más bien ha arrasado, pero los objetivos del 15M, aunque a pequeña escala, se han cumplido: han aumentado tanto la participación como la presencia en los ayuntamientos de partidos minoritarios locales, IU y UPyD. ¿Coincidencia? En absoluto. Estoy convencida de que los políticos van a dormir algo peor a partir de ahora.
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